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Abstracción y experiencia estética: mi viaje solitario por París

  • Foto del escritor: Carolina Ageitos
    Carolina Ageitos
  • 24 dic 2021
  • 6 Min. de lectura

Actualizado: 23 mar 2022

Libertad contemplativa, pureza, reflexión, regresión, revolución interior. Así definiría la experiencia estética vivida en mi encuentro con la obra de Jean Degottex durante mi estancia, en soledad, en París.


Jean Degottex. Furyu (1961). Acrílico sobre lienzo.

Tras un recorrido inicial por las salas del Centre Pompidou, absorta por obras de suma importancia de artistas como Kandinsky o Kosuth, el cuadro de Degottex (arriba) irrumpió mi itinerario autotélico como un destello tímido -pero intenso- de luz y oscuridad. En mi mente resonaron las palabras de Baudelaire en El pintor de la vida moderna (1863):

'Por suerte, de vez en cuando aparecen desfacedores de entuertos, críticos, aficionados, curiosos que afirman que no todo está en Rafael, que no todo está en Racine, que los poetae minores tienen algo bueno, sólido y delicioso (…)’

Habiendo estudiado profundamente numerosas obras de la historia del arte durante la carrera, no había oído hablar de Jean Degottex. Sin embargo, descubrirle en un encuentro sorpresivo y energéticamente receptivo ha sido una auténtica revelación. La obra de la imagen, titulada Furyu (1961), es la única expuesta del artista en el Centre Pompidou. Lo primero que atrapó mi mirada fue el ejercicio del gesto: cada pincelada implica un movimiento, y cada movimiento, a su vez, involucra una narrativa implícita en su composición, la cual salvaguarda una poética, y esa poética, un sentimiento -subjetivo- de misterio, curiosidad y desconcierto.



Ciertamente no iba desencaminada en este primer ‘viaje’.

Jean Degottex, nacido en 1918, fue un pintor francés autodidacta perteneciente al movimiento de la abstracción lírica. Sus creaciones pictóricas se caracterizan por el automatismo, la neutralidad cromática y el gesto caligráfico; cada uno de sus cuadros engloba un universo místico en el que da forma a nociones como el tiempo, el espacio y la luz desde la influencia de la poética del haiku y el budismo zen.


Es inevitable no recordar y asimilar el concepto de catarsis aristotélica mientras realizo el esquema mental representado en la anterior página: Furyu actuó como un portal de entrada hacia un universo interpretativo en el que el arte es presentado como un puente entre el espectador/a -en este caso, yo misma- y el fenómeno de la ‘purificación’ o ‘afinación’ sentimental: verse y no verse, sentir y no sentir, fluir en la concreción y el desconcierto, el baile de lo conceptual y lo sensual; esto es, el alcance de la petite mort a través del ‘encuentro alquímico’ con una obra de arte.

A modo de ejemplo, cabe mencionar al crítico estadounidense de actualidad William Deresiewicz, quien reflexiona en una de sus publicaciones sobre ese instante de ‘embriaguez’ - o de 'lo sublime', tal y como mencionó con anterioridad Kant en su libro Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime (1764)- un estado que desorienta, pero a su vez, eleva al hombre y afirma su grandeza puesto que le hace consciente de sus limitaciones; lo sublime es un síntoma inacabable, desmesurado e ilimitable:

¡Ese soy yo!: la experiencia esencial del arte. Nos vemos en el otro y el otro en nosotros. Freud habla de lo inquietante –el término alemán es unheimlich, y heim significa hogar, es decir “lo que no es nuestra casa”–, de lo que es extraño y familiar al mismo tiempo. Es lo que ocurre con las revelaciones del arte. El arte nos lleva a casa llevándonos fuera, lejos de ella.’

A partir de la incomodidad que supone la incomprensión inicial de la totalidad conceptual de una obra de arte, el ejercicio de la experiencia estética adquiere una dimensión mucho más amplia y enriquecedora para quien la experimenta, por ende, es en esa dualidad en la que el sujeto alcanza el placer estético y la obra reafirma su papel en el mundo.

Considero importante que el goce desempeñe un papel fundamental en el desarrollo de la experiencia estética, tal y como defendía Jauss. Sin el uso de los sentidos, la libertad de los sentimientos y la confrontación del yo con lo incomprensible, la apreciación tácita en el ejercicio de la percepción se torna vacua, superflua, sin vida. Es en el denominado libre juego de las facultades kantiano donde encontré el placer, inconscientemente, observando Furyu: intentando callar lo que Kant denomina como juicio analítico a priori para disfrutar del proceso que confluye en mi juicio sintético a posteriori.


Aunque debo decir, muy a mi pesar, que ese juego de facultades no fue tan espontáneo, libre o inmediato como a mí me hubiese gustado -ni en aquel preciso instante, ni en el pasado, ni en el presente; espero que sí adquiera esa libertad en un futuro-, debido a mi impaciente obsesión por concretar respuestas conceptuales, adquirida a causa del errático método de enseñanza durante mis estudios en Bellas Artes. Si a ello le sumamos que, desde que tengo conciencia, he desarrollado una insana fobia a la pérdida y al descontrol, sin duda, son circunstancias que impiden la correcta experimentación del trabajo interior planteado por Kant. Igualmente, considero en cierto modo ilusorio tener en cuenta únicamente su planteamiento, puesto que es tremendamente complejo que un espectador abandone por completo su papel de intérprete analítico ante una obra de arte y se adentre despojado de su aprendizaje intelectual en el libre juego de las facultades -especialmente si posee estudios previos en el ámbito-.

Dejaré a un lado los latigazos a mi persona en relación a mi incapacidad ante la invitación espontánea kantiana para narrar aquellos instantes frente al cuadro en los que sí me sentí preparada para limitar el ruido mental; momentos en los que permitir a mi ser espiritual reaccionar desde el libre desinterés, silenciando mi voz más racional, posibilitando a mi bagaje personal y cultural realizar sus propias lecturas sin obsesionarme con hallar el destino de mi viaje.

Las marcas, manchas, líneas y trazos de Furyu adquirieron vida propia en mi mente, bailando y evocando sensaciones de vacío, melancolía y espacios diáfanos; a su vez, mis estudios previos sobre abstracción pictórica generaron una lectura teórica en la que pude reafirmar aprendizajes. Es ahí, en ese instante de confluencia, donde reafirmé que yo -y cualquier espectador- enfrentado a una obra posee la capacidad de activar con su presencia aquello que percibe.

La percepción es, sin duda, una acción recíproca, un acto de descubrimiento. Y es en esa percepción donde el aprendizaje previo estimula la aparición de las comparaciones y vínculos con otras obras de artistas, movimientos o épocas identificados por el espectador. Esto es un hecho ineludible para una estudiante de arte como yo, y creo necesaria la participación del intelecto combinada en su justo equilibrio con el poder de la imaginación. Cada persona inmersa en la experiencia estética acompaña su mirada con un cúmulo particular de reacciones -conscientes e inconscientes- que influyen en relación al estímulo visual observado. El diálogo entre el yo y el objeto es infinito, dinámico y voluble, y es en esa infinidad mutable donde reside la magia de la experiencia estética.

El placer es el resultado del vínculo que el yo -Carolina- establece con el objeto -Furyu- , esto es, el clímax estético se erige como una experiencia en sí misma dentro de la propia experiencia.

En la teoría estética kantiana hallo un gran inconveniente: la subjetividad universal sin ningún tipo de reglas establecidas es un planteamiento utópico y poco realista. A su vez, he comprendido la teoría racionalista de Adorno como una formulación aséptica, centrada de forma obsesiva en la objetividad y el contenido de la verdad, alejándose de la importancia que la percepción subjetiva del individuo tiene en el ejercicio de la experiencia estética. Este hieratismo sensible se reafirma en su concepción en relación ala finalidad del arte; éste debe ser el reflejo de la felicidad, la utopía social y la revelación crítica e histórica, además de constituirse como un medio para alcanzar un mundo racional. En su publicación Teoría estética, encontramos críticas continuadas al ‘formalismo subjetivo’ de Kant.

Por lo tanto, empatizando con la necesidad de un equilibrio entre lo sensorial y lo intelectual, considero la teoría estética intelectualista de Adorno, al igual que la idealista de Kant -ambas contrarias entre sí- extremas en su planteamiento. Debe establecerse algún tipo de jerarquía intelectual dentro del universo sensorial, ya que es en el equilibrio entre el mythos y el logos donde la experiencia estética adquiere su totalidad; la experiencia estética representada como una base sólida sobre la que asentar divagaciones de carácter más onírico, etéreo, creativo.

Es, pues, en el planteamiento hegeliano donde vi reflejada mi propia concepción artística ‘del equilibrio’. Hegel, en lo que concierne al ejercicio del arte, cree que éste debe constituirse como una representación de lo absoluto y del suceso ‘alquímico' previo al momento puramente subjetivo, el arte como modo de aparecer de la idea en lo bello. Defendió la conciliación entre subjetividad y objetividad, incluyendo obligatoriamente la objetividad: no solo puede pensarse al margen del objeto ni fundamentarse unilateralmente en el instante subjetivo -en relación al aislamiento con su otro-.

Para concluir la dimensión de la estética, Tatarkiewicz revela en sus estudios al menos cinco atributos diferentes de la obra de arte, importantes para una adecuada comprensión del arte:


- La disposición de las partes- Composición

- La implicación de los sentidos - Gesto

- Contorno de un objeto - Límite

- Elemento conceptual de un objeto - Esencia

- Contribución de la mente al objeto - Carolina


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